lunes, 19 de septiembre de 2022

1º BACHARELATO - 1º TRABALLO: "EL ARTE DE TENER RAZÓN"

 




Dar unha explicación breve (menos de cinco liñas) do que é unha falacia e un resumo moi breve (tres liñas) acompañado dun exemplo de colleita propia (calquera exemplo demandado que sexa igual ou extremadamente semellante aos presentados por Infante no seu texto invalidará por completo o exercicio, sendo a cualificación do mesmo igual a 0) de cada unha das dez falacias anteriores: falso dilema, ad hominem, lei de Godwin, ad verecundiam, falsa autoridade, ad populum, inversión da carga da proba, ad ignorantiam, plurium interrogationum e petitio principii.



El arte de tener razón

Infante, Eduardo: Filosofía en la calle (Ariel, 2020), #FiloReto_29 (pp. 353 a 384).


¿Alguna vez alguien con autoridad sobre ti ha argumentado una decisión con la que no estás conforme con un «porque lo digo yo»? ¿Has querido rebatirle pero no sabías qué decirle? ¿Alguna vez has discutido con otra persona que ha cambiado tus palabras y, sin darte cuenta, te ha empezado a hervir la sangre y has comenzado a gritar como un loco?

¿Te imaginas como sería tener el poder de lanzar «zascas» a cualquier persona que intente manipularte? En este capítulo aprenderás a exponer tus ideas de manera ordenada y a detectar insultantes falacias que te tratan como si fueses idiota. En un mundo de fake news y de publicidad agresiva, el ejercicio del pensamiento crítico puede ayudarte a escapar de la estupidez y del sometimiento. La lectura de este capítulo te dará el poder de ganar cualquier discusión1. Pero recuerda las palabras del tío Ben al joven Peter Parker en Spider-Man (Sam Raimi, 2002): «Un gran poder conlleva una gran responsabilidad».


Qué es y qué no es argumentar.

El poeta inglés Samuel Johnson (1709-1784) utiliza una bella imagen para ilustrar la fuerza de los buenos argumentos: «El testimonio es como una flecha lanzada con un gran arco: su fuerza depende de la mano que lo sujeta. El argumento es como una flecha lanzada desde una ballesta: tiene la misma fuerza aunque la lance un niño».

La palabra argumento procede del latín arguare, que significa «sacar a la luz», «dejar claro». Cuando argumentamos, defendemos una idea que es discutible (tesis o conclusión) con otras ideas que no deberían serlo (premisas o razones). Una de las condiciones que debe cumplir un buen argumento es apoyarse sólo en razones y evidencias. Por eso, cuando discutas con alguien, debes exigirle que en todo momento se ciña a darte razones para que cambies de opinión y que deje a un lado sus emociones, sentimientos, creencias o prejuicios. Pongamos un ejemplo hipotético: imagina que estás discutiendo con tu madre y ella usa contra ti un chantaje emocional como éste: «¡Cómo me puedes hablar así! ¡Con lo que yo sufrí para darte a luz!».

Tu madre, que es experta en el noble arte de la discusión, era conocedora de que no disponía de buenas razones ni evidencias con las que defender su posición, y por eso te tendió una trampa y te engañó para que abandonases el terreno de juego de la confrontación de ideas llevándote al de las emociones. Si no vuelves rápidamente al debate racional, te ganará por goleada.

Otra de las condiciones que debe cumplir un argumento válido es la de que exista una relación lógica entre la tesis y las premisas. En un buen argumento, si estas últimas son verdaderas, la conclusión necesariamente ha de serlo también. Existen argumentos que están mal construidos y que muchos aceptan como válidos (no seas uno de éstos). El truco está en que, aunque el argumento contiene premisas que son verdaderas, si analizas su estructura lógica te percatarás de que la verdad de las premisas no asegura la certeza de la conclusión. En este tipo de pseudoargumentos, aunque las razones o las evidencias que se aportan sean verdaderas, la tesis que se defiende puede llegar a ser falsa y, si no te das cuenta, te lo comes con patatas. Observa el siguiente ejemplo: «Estudié mucho para este examen. No es justo que haya suspendido».

Analicemos su estructura lógica:

Premisa: he estudiado mucho.

Tesis: no debería haber recibido un suspenso.

Aunque te hayas consumido estudiando durante semanas bajo la tenue luz del flexo, si examinamos con lupa tu argumento salta a la vista que la verdad de la premisa no garantiza la de la tesis: puede que te equivocases en el examen, que estudiases mucho pero no lo suficiente, que tengas problemas de aprendizaje, etcétera. Observa ahora este ejemplo de argumento bien construido:

Premisa 1: en los criterios de calificación recogidos en la programación de aula de la asignatura puede leerse que «para la nota de la evaluación se realizará un redondeo si la décima es igual o superior a 5».

Premisa 2: mi nota media de la evaluación es de 4,65.

Tesis: no debería haber suspendido.

Si las premisas de este argumento son ciertas, tu tesis es irrefutable y el profesor no podrá negarte que «tienes razón». Si no es una persona honrada y te amenaza de alguna manera, recuérdale estas sabias palabras de Isaac Asimov: «La fuerza es el último recurso del incompetente».


Busca los ases escondidos bajo la manga: los presupuestos.

A veces, cuando argumentamos, no enunciamos todas las premisas de manera explícita. Hay información que se omite y que es imprescindible para que podamos aceptar el argumento como válido. Los presupuestos no suelen ser evidentes y eso hace que a veces nos los «traguemos» sin examinarlos con detenimiento. Cuando alguien defienda algo con lo que no estás de acuerdo, antes de lanzarte a cuestionar su tesis, pregúntate: «¿Qué es lo que está dando por supuesto?». Cuando hayas descubierto los presupuestos, es el momento de sacarlos a la luz e interrogarle acerca de las pruebas de las que dispone para que sean aceptados como válidos.

Imagina que, en un debate sobre el aborto, tu oponente afirma: «Debemos decir claramente qué es el aborto: es el asesinato directo de un ser humano inocente. Una medida de una sociedad verdaderamente civilizada es cómo se trata a los más vulnerables e indefensos. Y el feto en el útero se encuentra entre los más vulnerables e indefensos de todos». Antes de lanzarte a rebatirle, anota su argumento en un papel y pregúntate qué es lo que está dando por supuesto. Si lo haces, caerás en la cuenta de que se apoya en dos premisas cuya verdad no demostrará tu interlocutor, a no ser que se lo exijas:

Presupuesto 1: un feto es un ser humano.

Presupuesto 2: matar a un ser humano es siempre un asesinato.

Acto seguido, toma la palabra y exígele que aporte evidencias que prueben estos dos supuestos; si no las tiene, recuérdale que no estás obligado a aceptar ese argumento como válido. Un truco es reformular sus presupuestos como preguntas. Si interrogas a tu oponente, te ahorrarás la engorrosa tarea de tener que probar que tu tesis es cierta, porque la piedra estará ahora sobre su tejado y será él quien estará obligado a aportar datos; si no los tiene, quedará inmediatamente fuera del ring. Aquí tienes un ejemplo de preguntas que podrías realizar para refutar el argumento que estamos analizando:

Tu argumentación se basa en el supuesto de que un feto es un ser humano, pero ¿podrías precisarme en qué momento exacto comienza la vida humana y en qué te basas para saberlo?

Tu argumento también presupone que siempre que se mata a una persona se está cometiendo un asesinato. ¿Podrías justificar esa afirmación? ¿Matar en defensa propia es asesinar? ¿Un soldado que mata en el contexto de una guerra es un asesino?

Lo más prudente en un debate es escuchar más que hablar, ser paciente, analizar atentamente los argumentos de nuestro oponente y formular buenas preguntas. Recuerda que puedes hacer más daño con una buena pregunta que con una afirmación. En un conocido programa de radio, la periodista supo desmontar el discurso de una diputada a la que estaba entrevistando con una simple pregunta:

Me parece tan horrible decir que no hay violencia machista […] como decir que todos los hombres son maltratadores —afirmó la política.

¿Quién lo dice? ¿Quién dice que todos los hombres son maltratadores? —preguntó la periodista.

Bueno, hay diferentes discursos en los que parece que… —¿De quiénes en concreto?

La política no acertó a precisar quién y su argumentación quedó en evidencia.


Las trampas en la argumentación.

Una falacia (del latín fallacia, «engaño») es un argumento que parece válido pero no lo es; contiene fallos, aunque están ocultos. Las falacias simulan ser una forma correcta de argumentación, pero en realidad contienen errores. Así, un buen argumento es aquel que no contiene falacias.

A veces se cometen por ignorancia, porque la persona que argumenta no sabe cómo hacerlo; pero, en el caso de la publicidad o de algunos discursos políticos, se hacen con toda la intención, para persuadirte o manipularte, y dando por sentado que eres imbécil. Sea porque estás ante un inepto o porque te encuentras ante alguien que se cree demasiado listo, en ninguno de los dos casos deberías permitir que usen trampas para convencerte de algo. A lo largo de este capítulo te presentaré alguna de las más conocidas para que puedas detectarlas y librarte de ellas con facilidad.

Pensar bien es una condición necesaria para que podamos ejercer y disfrutar la demo-cracia. Para ejemplificar las falacias te pondré citas sacadas de los discursos de algunos de nuestros políticos, pero no te equivoques: no hay ideologías falaces, porque las falacias no las cometen las ideologías, sino las personas que las defienden. Haz la prueba y comprobarás que puedes encontrar falacias en todo nuestro arco político.

Pensar bien implica desarrollar un pensamiento crítico, pero eso no significa que tengas que llevarle la contraria a todo el mundo, sino que seas exigente con tu forma de argumentar y con la de los demás. Por eso tampoco debes cometer el error de pensar que todos los discursos políticos son, ya de entrada, falaces. Antes de juzgar, dedica algo de tu tiempo a examinarlos cuidadosamen-te, como los joyeros hacen con los diamantes.

Por último, pensar bien supone de igual manera que seas humilde y analices tu propio pensamiento, abrirte a la posibilidad de que puedes ser tú el que esté equivocado. El 21 de julio de 2004, el científico británico Stephen Hawking admitió frente a una audiencia de 800 físicos de 50 países que se había equivocado en una de las afirmaciones de su teoría sobre los agujeros negros. Sólo una mente brillante puede amar más la verdad que a su ego.


La falacia del falso dilema.

Este tipo de argumentaciones te presentan dos alternativas y te obligan a elegir una de ellas. Imagina que unos padres, después de descubrir que a su amado hijo le han quedado seis asignaturas, le dicen: «Si no terminas el bachillerato, vas a acabar pidiendo limosna en la puerta de un supermercado». El dilema al que someten al pobre chaval es más falso que un billete de doce euros, porque no le presentan todas las alternativas posibles. Otras opciones pueden ser: cambiar de modalidad de bachillerato, cambiar de centro educativo, tomarte un año sabático, estudiar un grado de formación profesional, comenzar a trabajar, etcétera. En un falso dilema se presenta la opción que nos quieren obligar a elegir junto a otra que sería indeseable. Su estructura es: yo o el apocalipsis. Los falsos dilemas se utilizan a menudo en política para justificar una medida impopu-lar. Algunos gobernantes intentan eludir la responsabilidad de sus decisiones con discursos que se resumen en lo siguiente: «o hacíamos esto, o el caos». Para destruir esta falacia lo que debes hacer es ir enumerando las otras opciones que se han omitido y preguntar a tu oponente por qué no las ha tenido en cuenta.

Existe otro tipo de falso dilema que consiste en obligarte a elegir entre dos opciones que no son excluyentes. ¿Recuerdas cuando algún descerebrado te preguntó que a quién querías más, si a tu padre o a tu madre? Pues me refiero a estos dilemas. Este tipo de falacia se usó con frecuencia para justificar las políticas antiterroristas: «o apoyas al gobierno o eres un colaborador de ETA». Esta afirmación es un falso dilema, porque criticar al gobierno no te obliga a apoyar a la banda terrorista; puedes rechazar las dos opciones.


Argumento ad hominem.

La periodista Mercedes Milá debatió una vez en televisión con el científico José Miguel Mulet sobre la pseudodieta propuesta en el libro La enzima prodigiosa. El señor Mulet argumentó que lo que se afirma en esa obra no sólo carece de base científica, sino que directamente es falso. La respuesta de la periodista fue: «Lo primero que te digo es que te leas el libro y adelgaces porque estás gordo. Lo digo porque tu cintura es peligrosa para el corazón». No te confundas, la respuesta de la periodista no es ningún «zasca», sino una falacia conocida como ataque personal o ad hominem, que consiste en atacar a la persona que habla en vez de a sus argumentos. Este tipo de descalificaciones son en realidad una estratagema para no tener que responder a los argumentos o las evidencias que se presentan. En un debate, lo que importa son las razones y los datos, y es irrelevante quién o cómo es la persona que está hablando. La respuesta de Mulet fue sensacional: «Es muy curioso que me digas esto, porque de toda la argumentación que he dicho lo único criticable que has encontrado es el tamaño de mi cintura».

Para zafarse de esta falacia, lo más importante es no perder la calma y no caer en la tentación de contestar a un ad hominem con otro ataque personal (esto es lo que se conoce como un tu quoque, que en latín significa «tú también»). En muchas ocasiones, el ad hominem es una trampa para que te pongas nervioso y abandones el debate racional, en el que tu oponente tiene las de perder. Como la periodista no tenía argumentos científicos, intentó llevar el debate al barro de las descalificaciones y los insultos. Si te ocurre algo parecido, recuerda el sabio consejo del escritor Mark Twain: «Nunca discutas con un ignorante: te hará descender a su nivel y ahí te vencerá por experiencia». Si el científico hubiese respondido a Mercedes Milá con un «y tú eres una estúpida», habría perdido el debate porque, en el arte del insulto, ella tiene mucha más experiencia.

Existe una versión del tu qouque que se utiliza mucho en política y que podemos llamar la falacia del «y tú más». Para detectarla con facilidad, imagina un debate parlamentario en el que un diputado de la oposición cuestiona al gobierno por la injustificada subida del precio de la electricidad y que entonces la respuesta del ministro fuera: «No tiene derecho a cuestionar al gobierno, porque cuando ustedes estuvieron en el poder hicieron lo mismo». No hace falta que imagines mucho, porque esto sucedió realmente en nuestro Parlamento. Esta falacia se usa para no tener que dar explicaciones sobre una acción de la que se es responsable. La falta de coherencia del diputado no justifica que el ministro no deba dar las debidas aclaraciones sobre la medida que ha adoptado.

A veces el ad hominem es más sutil, porque no cae siempre en el insulto: utiliza simplemente la condescendencia. Imagina que estás discutiendo con un adulto y te dice que todavía eres demasiado joven para entender la dificultad del problema en cuestión. Si eso ocurriese, puedes responderle con un «imagina que no lo digo yo, sino otra persona (aquí pon el nombre de una autoridad reconocida por tu oponente que tenga una opinión similar a la tuya): ¿qué motivos ten-drías para rechazarlo?».



La ley de Godwin.

Mike Godwin formuló una ley que lleva su nombre para identificar un fenómeno que es muy común en las discusiones que se producen en las redes sociales. Dicha ley suele expresarse así: «A medida que una discusión en línea se alarga, la probabilidad de que aparezca una comparación en la que se mencione a Hitler o a los nazis tiende a uno. Y en ese momento la discusión se acaba». En cierta ocasión, el por entonces ministro de Educación no pudo dar una charla porque un grupo de estudiantes se la reventaron gritándole: «¡Fascista!». El ministro utilizó el mismo calificativo para referirse a los estudiantes que estaban protestando contra su polémica ley de educación. La ley de Godwin se cumplió y el debate quedó zanjado antes de empezar. Si durante una discusión alguien te tacha de fascista, o algo parecido, recuérdale en qué consiste esta ley y pregúntale por qué intenta abandonar el debate mediante el uso de la descalificación.


Reductio ad Hitlerum.

Esta falacia fue identificada por el filósofo Leo Strauss y consiste en intentar refutar un punto de vista alegando que Hitler lo compartía. Imagina que alguien quisiera argumentar en contra del vegetarianismo aduciendo que Hitler era vegetariano. Si analizas este argumento detenidamente comprobarás que no existe conexión lógica entre el tofu y las cámaras de gas. En un partido de la Bundesliga entre el Mainz 05 y el Schalke 04, los aficionados del equipo local insultaron a los del Schalke llamándolos nazis. La razón del improperio estaba en que Adolf Hitler, además de genoci-da, fue también hincha de fútbol y sus colores siempre estuvieron claros: los blanquiazules del Schalke 04 de Gelsenkirchen. Si razonásemos siguiendo la pésima lógica de la hinchada del Mainz, deberíamos concluir que todas las personas que tienen mascotas son nazis, puesto que Hitler com-partía con ellos esta misma afición.

En nuestro país tenemos una versión autóctona de esta falacia que podríamos llamar reductio ad Francum, por la cual algunos intentan concluir que si tienes en común un punto de vista con Franco, entonces los compartes todos; si Franco apoyaba una cosa, entonces ésta es mala; y si Franco era enemigo de otra cosa, entonces, inmediatamente, ésta es buena. Los partidos de la dere-cha española convocaron una manifestación en Madrid bajo el lema #UnidosPorEspaña. En esos días se hizo viral un tuit con una foto de un periódico antiguo en el que podía verse al dictador Francisco Franco junto al titular «Por encima de todo, la unidad de España». Sin embargo, el hecho de que los convocantes coincidan con Franco en un eslogan no implica que compartan su ideología fascista y totalitaria.

Falacia de la apelación a la autoridad (ad verecundiam).

Según nos cuenta el filósofo romano Cicerón, los seguidores de Pitágoras utilizaban la fórmula ipse dixit («él lo dijo») para aceptar como verdadera cualquier tesis que hubiese proclama-do su venerable maestro. Si Pitágoras lo había dicho, te podías ahorrar la engorrosa tarea de tener que probar que esa tesis era cierta. ¿Por qué es un error razonar así? Porque la verdad de una afirmación no depende de quien la realiza, sino de las pruebas o los argumentos que se presentan. Es completamente irrelevante si la persona que intenta convencerte de algo lo leyó en la Wikipedia, se lo dijo su profesor o lo vio en un documental; porque si no es capaz de reproducir los argumentos o no dispone de los datos para probar lo que afirma, no tienes que aceptarlo como válido. En una oportunidad, un expresidente del gobierno de España sentenció que no creía en el cambio climático porque un primo suyo, que era catedrático de Física en la Universidad de Sevilla, le había asegurado que no era posible predecir «ni el tiempo que va a hacer mañana». A su favor hay que decir que, algún tiempo después, este buen señor se disculpó y reconoció que «cuando uno se equivoca lo mejor es rectificar y yo he rectificado muchas veces porque me equivoco a menudo». El expresi-dente se equivocó en esta ocasión porque aludir a la sabiduría de su primo sin aportar ningún dato no es argumentar. Si alguien te ataca con una falacia de este tipo, dispones de tres estrategias para destrozarla:

Pedir a tu interlocutor que justifique por qué la persona que cita es una autoridad en la materia.

Exigir los argumentos en los que se basa esa supuesta autoridad para hacer esa afirma-ción.

Recordar que ninguna autoridad puede zanjar la discusión, ya que todo ser humano puede equivocarse y, para ello, puedes citar ejemplos de científicos o instituciones que lo hicieron.

Otra variante de este tipo de falacias se produce cuando se confunde la autoridad del que manda con la del experto. Si un policía te multa, no es conveniente cuestionar su decisión; lo mismo ocurre con el entrenador de nuestro equipo o con nuestro jefe cuando nos da una orden. Pero la autoridad del experto es diferente: su conocimiento sí que admite crítica; podemos y debemos examinar si lo que afirma es cierto.





Falacia de la falsa autoridad.

Hace unos años se emitía por televisión un espot en el que el divulgador científico Eduard Punset aparecía como experto objetivo y científico para convencernos de que la gente debería comer con pan, y si era el de la marca Bimbo, mejor, porque este producto era «100 % natural, nada artificial». Este anuncio, como la mayoría de los que acuden a una cara famosa para vender un producto, es un ejemplo de la falacia de la falsa autoridad. Ésta consiste en apelar a una autoridad que carece de valor porque, o no es imparcial, o no es competente en el campo del que se está hablando. Aunque, como informa la marca de pan, los honorarios de Eduard Punset se destina-ron íntegramente a su fundación, al haber dinero de por medio la imparcialidad del experto queda viciada. La opinión de Rafa Nadal sobre cómo se debe ejecutar un revés debe tenerse en cuenta porque es una autoridad en la materia, pero lo que piensa sobre qué modelo de coche deberíamos comprar tiene tanto valor como lo que cree tu vecino. Si alguien te ataca con una falacia de este tipo, delimita el campo del experto y/o saca a la luz su falta de imparcialidad.


Falacia ad populum o apelación a la mayoría.

La falacia populista hace uso del apoyo que una idea recibe de la mayoría de la gente para justificar que ésta sea verdadera o justa. En los años noventa, la empresa de chicles Trident creó una campaña de publicidad basada en esta falacia. En el anuncio, mientras una boca perfecta sonreía, una voz en off decía: «Hay millones de razones para que te guste Trident, pero ahora sólo queremos recordarte treinta y dos [primer plano de los dientes]. Trident, millones de bocas no pue-den estar equivocadas. Y es de Adams. Te gustará». Pero ¿es cierto que millones de personas no pueden equivocarse? ¿Dónde está el error de este argumento? La falacia consiste en pensar que la verdad de una afirmación depende del número de personas que la defiendan: cuanta más gente piense lo mismo, más verdadero es. Pero debes saber que el mero hecho de que una creencia esté muy extendida no la hace necesariamente correcta o verdadera. Si esta lógica fuese correcta, ten-dríamos que concluir que Belén Esteban es mejor escritora que Vargas Llosa porque vende más libros. Si una opinión individual puede ser errónea, también puede llegar a serlo una opinión co-lectiva. La verdad o falsedad de una afirmación es independiente del número de personas que creen en ella.

Esta falacia suele usarse para intentar cerrarnos la boca e impedir el debate: «La mayo-ría de la gente lo votó, así que te callas». Debes tener muy claro que del hecho de que la mayoría de la gente haya aprobado una medida, o elegido a un candidato, no se justifica que hayan acertado, y mucho menos que tú no puedas hacer una crítica. En las elecciones alemanas de 1932 los nazis fueron el partido más votado con un tercio de todos los sufragios y Adolf Hitler fue nombrado canciller. ¿Te imaginas que alguien argumentase que no puedes criticar las medidas adoptadas por el Führer porque fue lo que quisieron la mayoría relativa de los alemanes? Pues eso.

A veces, la argumentación es doblemente tramposa porque afirma que la mayoría de la gente está de acuerdo con algo, sin disponer de ninguna estadística o encuesta que lo pruebe. La próxima vez que alguien empiece su intervención con un «como todos sabemos, la mayoría de la gente…», respóndele con un «¿cómo sabes que la mayoría de la gente opina eso?».

En resumen, si alguien te ataca con una falacia ad populum, puedes defenderte con alguna de las siguientes estrategias:

Exígele que cite sus fuentes. Pregúntale: ¿cómo sabes lo que opina todo el mundo?

Recuérdale que si una opinión individual puede estar equivocada, una colectiva tam-bién. Cita un ejemplo como el de Copérnico: él fue el único que opinó que la Tierra no era el centro de nuestro sistema, mientras que toda la sociedad de su época opinaba lo contrario. La verdad se encontraba en la opinión de un solo hombre.

Exígele que argumente correctamente y que aporte pruebas de que su opinión no está equivocada, porque la verdad de una afirmación es independiente del número de personas que la defiende.


Falacia de la inversión de la carga de la prueba.

Cuidado con esta falacia, porque si no estás atento te pueden hacer trabajar más de la cuenta durante una discusión. La carga de la prueba es una expresión con la que nombramos un principio básico del debate racional que determina quién es el que está obligado a probar su opi-nión:

El que afirma. Un viejo aforismo del derecho romano expresa que «a quien afirma incumbe la prueba». No vale que alguien afirme algo y que, encima, te exija a ti que demuestres que no es cierto. En la campaña que llevó a Bolsonaro a ganar las elecciones en Brasil se usó este tipo de estrategia. Se mandaron mensajes de WhatsApp a los votantes, cargados con mentiras sobre su oponente. En algunos de ellos podía leerse: «El candidato del PT (Partido de los Trabajadores) escribe un libro en el que defiende las relaciones sexuales entre padres e hijos»; «Antes del PT había hijos de pobres que llegaban a ser médicos. Después del PT, hay ingenieros conduciendo un Uber». Por desgracia, cuando uno de estos mensajes llegaba a los móviles de los votantes brasile-ños, éstos no exigían ningún tipo de prueba de que sus afirmaciones fuesen ciertas y los reenviaban sin detenerse a pensar. Los asesores de la campaña de Bolsonaro consiguieron invertir la carga de la prueba y lograron que fuese el otro candidato el que tuviera que probar que las acusaciones eran falsas. Recuerda que si una persona te acusa de algo, es ella la que debe presentar las pruebas.

El que hace una afirmación que se opone a lo que la comunidad científica establece como verdadero. Otro aforismo del derecho romano dice que «lo normal se entiende que está probado, lo anormal se prueba». Si alguien afirma algo que va en contra del sentido común o de las leyes científicas, será a él a quien le toque probar lo que dice. En un programa de televisión, el humorista Javier Cansado dijo lo siguiente:

Homeopatía, ¿qué pasa? Tomo homeopatía, ¿qué pasa? «Es que la homeopatía no funciona.» Pues no la tomes. Si no te funciona, amigo, no tomes homeopatía. Es muy sencillo, tienes la posibilidad de no tomarla, no la tomes. Pero, amigo, si ves que te funciona, tómala… ¡A mí me funciona!

La frase «a mí me funciona» no es una prueba, sino una anécdota. En Haití, el vudú también le funciona a mucha gente. La homeopatía, como el vudú, se basa en una serie de princi-pios que contradicen las leyes de la química2. Javier Cansado hace un intento de inversión de la carga de la prueba para no tener que demostrar que esta supuesta terapia sirve realmente para algo. No son los científicos quienes tienen la obligación de demostrar que el remedio que me acabo de inventar no funciona.


Argumento basado en la ignorancia o falacia ad ignorantiam.

Te vas a encontrar con gente que intentará demostrar que algo es verdad aludiendo al hecho de que hasta ahora nadie ha podido probar que sea falso. Cuando esto ocurra, debes tener presente que esta forma de argumentar es una falacia, puesto que no se te han dado razones ni evidencias de que lo que se está afirmando sea cierto. Recuerda que le corresponde la carga de la prueba al que afirma. Si alguien te dice «esto es verdad», es a esa persona a quien le corresponde presentar las pruebas, y no vale que se vaya de rositas alegando que nadie ha demostrado que lo que dice sea falso. En un programa matinal de TVE, la presentadora Mariló Montero argumentó en contra del trasplante de órganos de esta manera: «No está científicamente comprobado que el alma no sea trasplantada con los órganos». La señora Montero estaba huyendo de la responsabilidad de probar lo que dice e intentaba pasar esa responsabilidad a la comunidad científica, a la que, según ella, le tocaría probar la inexistencia del alma y su transplantabilidad. Si el oponente no es lo suficientemente listo, caerá en su trampa; pero si es astuto, le preguntará a la periodista: ¿qué pruebas tienes de que el alma se trasplanta? Es más, ¿qué prueba tiene de que existe eso que ella llama alma?

Este tipo de falacia se suele usar para intentar defender desde las típicas teorías de la conspiración («no hay pruebas de que el hombre haya llegado realmente a la Luna») hasta la mal llamada medicina alternativa («nadie ha demostrado hasta ahora que el reiki no funcione»). Por eso debes estar muy atento para que no te persuadan con este tipo de retóricas.


Falacia de la pregunta compleja o plurium interrogationum.

Este tipo de preguntas son falaces porque llevan implícitas afirmaciones que no han sido probadas. Se usan para descalificar impunemente al adversario con la excusa de que se está formu-lando una pregunta. De hecho, la justificación que emplean luego los que usan este tipo de falacia es: «Yo sólo estaba preguntando». Ten mucho cuidado, porque esta falacia es una trampa mortal; si respondes a la pregunta, estarás aceptando la suposición.

No es lo mismo que tu novia te pregunte «¿estás mirando a esa tía?» que «¿vas a dejar ya de mirar a esa tía?». La segunda pregunta presupone que la estabas mirando sin aportar ninguna prueba de ello; por eso te recomiendo que no la respondas si no es en presencia de tu abogado. Esta falacia trata «sutilmente» de colar un prejuicio en la conversación y obligarnos a asumir premisas que de otra manera no aceptaríamos. No todas las preguntas que contienen suposiciones son falaces, sólo aquellas que contienen suposiciones no demostradas. Si preguntamos «¿cuándo dejará España de obtener pésimos resultados en Eurovisión?», esta pregunta presupone la tesis de que «España obtiene malos resultados en Eurovisión», que, en este caso, desgraciadamente es cierta. Para encon-trar más ejemplos de esta falacia vayamos al Congreso de los Diputados (una enorme mina para el que busca argumentos falaces). Un diputado de ERC le lanzó una pregunta compleja al líder del PSOE, que por entonces estaba en la oposición: «¿Cuánto más va a renunciar a la gobernabilidad de su país por no dar voz al nuestro?».

La mejor manera de combatir este tipo de falacias es no responder, ya que tu interlocu-tor no te está preguntando nada, sino sólo haciendo una afirmación formulada como pregunta. Otra opción es responderle con otra pregunta que destape la falacia. Por ejemplo, el líder del PSOE podría haber contestado de esta manera: «¿Por qué cree usted que yo quiero renunciar a la gobernabilidad de mi país?». La próxima vez, prueba a preguntarle a tu novia: ¿por qué crees que miro a otras chicas?


Petición de principio (petitio principii).

Esta falacia es tan vieja que Aristóteles fue uno de los primeros en identificarla. Consis-te en usar en nuestro argumento una tesis que no ha sido demostrada. Dentro de un discurso elabo-rado, la tesis puede sonar coherente, pero no está acompañada de ninguna prueba. Imagina que en clase le preguntas al profesor por algo que está explicando y él te responde: «Lo que tienes que ha-cer es prestar más atención o replantearte si esto es lo tuyo. Lo que estoy explicando es muy fácil y deberías entenderlo». Esta argumentación puede parecer coherente, pero esconde una petición de principio: él da por supuesto, sin tener ninguna prueba de ello, que ha explicado el contenido co-rrectamente y que todos sus alumnos, menos el que ha formulado la pregunta, lo han entendido.



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